CARLOS BERGLIAFFA
PRODUCCIÓN BORNORONI - L. R. B. JEREMÍAS II
PRODUCCIÓN BORNORONI - L. R. B. JEREMÍAS II
Pulqui 1, souvenir justicialista. Daniel Santoro
El 4 de junio de 1993 llegué a la clínica Bermann. Ese día comencé mi pasantía para graduarme de licenciado en psicología. Uno a uno fueron llegando mis compañeros. Nos juntamos en el pabellón Sigmund Freud y después nos llevaron al pabellón José Ingenieros, de pacientes agudos.
Allí estaba Roberto, con un pasamontañas azul, arrodillado en la «vereda» del pabellón, la frente apoyada contra la pared, tomándose con una mano las medallas y rosarios que se hacían un nudo en su pecho y golpeándose con ese puño en un gesto de constricción profunda.
Mario nos dijo: No lo vayan a interrumpir cuando está rezando y no le digan Bagneffi, él dice que es Bornoroni.
En ese momento registré los apellidos, a los dos los conocía: Bornoroni, el de unos vecinos de la casa de mi infancia; Bagneffi, por la fábrica de radiadores para Rastrojero.
Recién después, en el momento de leer mis notas para escribir el informe de la pasantía, este decir de Mario tomó el valor de dos indicaciones que tenían una notable precisión clínica.
Roberto recorrió varias vías divergentes en sus encuentros conmigo, entre ellas su relación con Dios y esos dos apellidos.
Con el paso de los años pude reconocer que a partir de ese momento lo «localicé» entre los demás pacientes por los apellidos y que incluso esas indicaciones muy probablemente afectaron mi posición.
En este momento todavía están presentes mi llegada, la primera mañana, ¡qué angustia!, ya no era un estudiante, me tocaba a mí, no había «adultos» que respondieran en mi lugar, se trataba de mí; y el reconocimiento de dos analistas que trabajaban en la clínica porque sus nombres aparecían en los cartels de traducción de la revista Littoral –para no estar tan solo en este inicio–; y este primer encuentro con Roberto Bornoroni.
Sí, el que habló fue Mario. Es más, Roberto siguió allí y nosotros pasamos nada más, eso fue todo en aquel momento.
Mario, hablando de Roberto o en lugar de Roberto.
Esa escena es un mapa de la dificultad por la que Roberto estaba atravesado–atravesando: había complicaciones para los otros en afirmar junto a él la determinación de su lugar.
A pesar de sus años de internación, permaneció en el pabellón de agudos.
Varios días después elegí llevar adelante mi práctica en el pabellón Marie Langer, de pacientes crónicos. Hubo varios puntos que determinaron esa elección y la manera en que comencé a dar los primeros pasos en la clínica. Pasos que, no lo sabía, iban a ser decisivos: por un lado yo llevaba varios años de análisis con un analista de la escuela lacaniana, que comencé casi al iniciar la carrera de psicología; por otra parte, durante mis estudios me topé con una versión del psicoanálisis que, según decía una compañera era de cuarta:
Nosotros estudiamos... un apunte del profesor... que dice que Lacan dijo... lo que Freud dijo.
Esta versión universitaria se contraponía palmo a palmo con mi experiencia en el diván y con los estudios que hacíamos con mis compañeros de los Escritos de Lacan, algún seminario y las revistas Littoral. Esto me planteó durante esos años la alternativa: o lo que yo hacía como analizante no era psicoanálisis, o el psicoanálisis era otra cosa que lo que nos enseñaban en la universidad.
Por la vía académica no había posibilidades y acepté el desafío de la pasantía.
También, en ese mismo sentido, se inscribió mi elección de pabellón –Marie Langer– y de servicio –Talleres y Acompañamientos– ya que las responsables de cada uno de los mismos eran esas dos analistas que conocía, eso me permitía empezar mi propio camino, superando un poco el terror que sentía de iniciar una práctica en un loquero, tan vilipendiados por la docta lacaniana de la universidad. ¿Cómo era que analistas lacanianas trabajaban en un manicomio? ¡Raro! Además, analistas de la elp. Por un lado, me generaba preguntas, pero a la vez era un reaseguro.
Una mañana salía del taller y se me acercó Roberto, me preguntó el nombre y me mostró una nota de una revista de aviación, en la que se detallaban los planos de construcción de un avión, el Pulqui, del cual yo tenía conocimiento pues se diseñó y fabricó en la Fábrica Militar de Aviones Córdoba, lugar donde mi viejo trabajó más de cuarenta años, desde los diecisiete hasta morir en 1990. Después de aquello Roberto me dijo:
Doctor, ayúdeme a construirme un motor. (7 de julio de 1993)
El 4 de junio de 1993 llegué a la clínica Bermann. Ese día comencé mi pasantía para graduarme de licenciado en psicología. Uno a uno fueron llegando mis compañeros. Nos juntamos en el pabellón Sigmund Freud y después nos llevaron al pabellón José Ingenieros, de pacientes agudos.
Allí estaba Roberto, con un pasamontañas azul, arrodillado en la «vereda» del pabellón, la frente apoyada contra la pared, tomándose con una mano las medallas y rosarios que se hacían un nudo en su pecho y golpeándose con ese puño en un gesto de constricción profunda.
Mario nos dijo: No lo vayan a interrumpir cuando está rezando y no le digan Bagneffi, él dice que es Bornoroni.
En ese momento registré los apellidos, a los dos los conocía: Bornoroni, el de unos vecinos de la casa de mi infancia; Bagneffi, por la fábrica de radiadores para Rastrojero.
Recién después, en el momento de leer mis notas para escribir el informe de la pasantía, este decir de Mario tomó el valor de dos indicaciones que tenían una notable precisión clínica.
Roberto recorrió varias vías divergentes en sus encuentros conmigo, entre ellas su relación con Dios y esos dos apellidos.
Con el paso de los años pude reconocer que a partir de ese momento lo «localicé» entre los demás pacientes por los apellidos y que incluso esas indicaciones muy probablemente afectaron mi posición.
En este momento todavía están presentes mi llegada, la primera mañana, ¡qué angustia!, ya no era un estudiante, me tocaba a mí, no había «adultos» que respondieran en mi lugar, se trataba de mí; y el reconocimiento de dos analistas que trabajaban en la clínica porque sus nombres aparecían en los cartels de traducción de la revista Littoral –para no estar tan solo en este inicio–; y este primer encuentro con Roberto Bornoroni.
Sí, el que habló fue Mario. Es más, Roberto siguió allí y nosotros pasamos nada más, eso fue todo en aquel momento.
Mario, hablando de Roberto o en lugar de Roberto.
Esa escena es un mapa de la dificultad por la que Roberto estaba atravesado–atravesando: había complicaciones para los otros en afirmar junto a él la determinación de su lugar.
A pesar de sus años de internación, permaneció en el pabellón de agudos.
Varios días después elegí llevar adelante mi práctica en el pabellón Marie Langer, de pacientes crónicos. Hubo varios puntos que determinaron esa elección y la manera en que comencé a dar los primeros pasos en la clínica. Pasos que, no lo sabía, iban a ser decisivos: por un lado yo llevaba varios años de análisis con un analista de la escuela lacaniana, que comencé casi al iniciar la carrera de psicología; por otra parte, durante mis estudios me topé con una versión del psicoanálisis que, según decía una compañera era de cuarta:
Nosotros estudiamos... un apunte del profesor... que dice que Lacan dijo... lo que Freud dijo.
Esta versión universitaria se contraponía palmo a palmo con mi experiencia en el diván y con los estudios que hacíamos con mis compañeros de los Escritos de Lacan, algún seminario y las revistas Littoral. Esto me planteó durante esos años la alternativa: o lo que yo hacía como analizante no era psicoanálisis, o el psicoanálisis era otra cosa que lo que nos enseñaban en la universidad.
Por la vía académica no había posibilidades y acepté el desafío de la pasantía.
También, en ese mismo sentido, se inscribió mi elección de pabellón –Marie Langer– y de servicio –Talleres y Acompañamientos– ya que las responsables de cada uno de los mismos eran esas dos analistas que conocía, eso me permitía empezar mi propio camino, superando un poco el terror que sentía de iniciar una práctica en un loquero, tan vilipendiados por la docta lacaniana de la universidad. ¿Cómo era que analistas lacanianas trabajaban en un manicomio? ¡Raro! Además, analistas de la elp. Por un lado, me generaba preguntas, pero a la vez era un reaseguro.
Una mañana salía del taller y se me acercó Roberto, me preguntó el nombre y me mostró una nota de una revista de aviación, en la que se detallaban los planos de construcción de un avión, el Pulqui, del cual yo tenía conocimiento pues se diseñó y fabricó en la Fábrica Militar de Aviones Córdoba, lugar donde mi viejo trabajó más de cuarenta años, desde los diecisiete hasta morir en 1990. Después de aquello Roberto me dijo:
Doctor, ayúdeme a construirme un motor. (7 de julio de 1993)
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El pedido me resultó inquietante por el construirme, que no tuvo para mí valor de equivocación.
Una tarde fui al pabellón a invitar a Roberto a jugar al fútbol y me dijo que no podía jugar, que no sentía las piernas, que las zapatillas le hacían doler los dedos por las uñas largas y me pidió que se las cortara, a lo que accedí. Después me dijo:
Ahora siento las piernas, vamos a jugar. (13 de julio de 1993)
Y empezamos una partida, cuyos movimientos iniciales duraron dieciséis meses, hasta octubre de 1994.
Los primeros seis meses Roberto me buscaba y me encontraba, venía hacia mí, me traía dibujos, relatos, cartas, planes y planos. Yo no tenía idea de que él estaba haciendo una fabricación conmigo, ya que los encuentros no estaban determinados, no había días ni horarios establecidos por mí. Eso no era un «tratamiento como la gente», solamente sucedía. Para mí, hasta ese momento, sólo significaba encuentros esporádicos. Los registraba por escrito, como «todo» lo que pasaba en mi transitar por la clínica.
Doctor, ayúdeme con las alas. (19 de julio de 1993)
Doctor: construí la fórmula de la bomba de hidrógeno. Tiene que estar en mi poder porque es peligrosa. Cuando caiga va a matar solo a los malos.
Este lugar es peligroso: encontré un llavín en la cancha y lo dejé allí porque sabía que usted lo cuidaba.Sí, usted es un amigo pulenta. Escríbame su nombre en este papel. Escribo “Carlos Bergliaffa” y se lo lleva. (20 de agosto de 1993)
Después del partido lo llamé Bagneffi. Se detuvo y me aclaró firmemente: Soy Lucrecio Roberto Bornoroni. Le perdono el error. No se confunda. Vaya a misa a expiar sus culpas.
Yo lo esperaba, usted me falló doctor.
Le expliqué que, primero, yo no había quedado en ir a verlo y que, además, esa semana había cambiado los días en que iba a la clínica, que en vez de los miércoles iba a ir los martes. Se enojó y lo saludé. Me cansó su prepotencia, aunque fuera evidente que él registraba qué días iba yo a la clínica. Él me contestó: Nos vemos el martes, ahora sí: el martes. (26 de agosto de 1993)
Yo estaba en el taller. Se sentó en la mesa en que yo estaba y dibujaba gráficos del motor Wankel, yo miré de pasada y me dijo: Hoy trabajamos mucho, ahora lo tenemos que hacer al motor en madera balsa, amigo pulenta. (31 de agosto de 1993)
Me dolía el hombro derecho. Él me escuchó comentando a mis compañeros y me dijo: Doctor me siento con el cuerpo todo destruido. Cuando usted esté bien me va a ayudar. Repito: ¡Cuando usted esté bien! (3 de setiembre de 1993)
...
Algo para leer
* Freud y Tausk, Albert Fontaine, Litoral 14, Lacan con Freud, ed. Edelp, Buenos Aires, 1993, páginas 92, 102 y 105.
* Ustedes están al corriente, hay una transferencia psicótica, Jean Allouch, Littoral Nº 7/8, Las psicosis, ed. Edelp, Buenos Aires, 1987.
* Derrames. Entre el capitalismo y la esquizofrenia, Gilles Deleuze, Ed. Cactus.Serie Clases, Buenos Aires, 2005.